En la primavera de 1908 Darío de Regoyos escribe a Ignacio Zuloaga lleno de inquina y maltrato hacia el artista al que ambos desprecian. En la carta, en uno de aquellos párrafos, De Regoyos prorrumpe: «Otro admirador del ídolo me dijo que le vio hacer en 30 días 30 cuadros en Toledo con figuras y todo y agregaba a eso la frase «este es un tío de fuerza». Yo le dije que si por esa clase de fuerza le admiraba el maestrazgo yo por ese detalle lo odiaba». Darío de Regoyos e Ignacio Zuloaga aborrecían al artista valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923), el pintor más envidiado por el resto de colegas en el primer tercio del siglo pasado.

A los odiadores les costaba sangre, sudor y lágrimas poner en pie sus obras, darlas a conocer, conseguir venderlas. Al artista odiado le sobraba un día para resolver una tela de medio formato que le quitaban de las manos los clientes que tenía repartidos como rendidos admiradores aquí y fuera de nuestro país. A De Regoyos lo llevaban los demonios por la rapidez con la que Sorolla terminaba sus obras, él que por su delicada y meticulosa técnica del puntillismo invertía días y días en cuadritos de pequeñas dimensiones que, a pesar del ingente esfuerzo, cada día eran menos apreciados entre el público y la crítica.

Sorolla y Zuloaga tienen obra en el Museo del Realismo Español Contemporáneo de Almería (Murec). De Regoyos, no. Sobre este último se diría que ha caído la maldición del envidioso. Sorolla, en cambio, sigue siendo un tipo con suerte. Tantos años después, su obra, por rápida que fuera a la hora de ejecutarla, despierta adhesiones, convoca público en las exposiciones que de él se realizan, sigue siendo objeto de estudio y las casas de subastas tienen en cualquiera de sus telas una incuestionable fuente de ingresos.

La exposición en el Murec lleva por título Sorolla y el renacimiento de la pintura valenciana. Almería es la provincia andaluza que mira a poniente y levante, y en ella las luces de mediodía son muy similares a las que el pintor captó para sus marinas. Tiene sentido que la primera gran temporal del recién inaugurado Museo del Realismo Español estuviera dedicada al más reconocido pintor del primer tercio del siglo pasado en España (Picasso andaba esos años en París). Para apuntalar las quejas de Darío de Regoyos en el museo cuelga un cuadro de 1910 donde se reproduce en tonos azafranados uno de los frentes del palacio de Arrayanes de la Alhambra. Sorolla lo pintó una mañana de 1910, cuando se instala en compañía de su esposa Clotilde en el recién inaugurado Alhambra Palace.

Sorolla pinta alla prima y acaba cualquiera de sus cuadros en pocas horas. Encaja su caballete en la perspectiva elegida bien de mañana, mezcla los colores en la paleta y sus brochas se deslizan sobre la tela tratada en pinceladas largas, precisas, definitivas, sin margen de error ni posibilidad de corrección. Luego, a mediodía, regresa en compañía de su adorada esposa para almorzar con la sensación del deber cumplido.

Lo que se expone en Almería son cuadros de sus primeros años, época de aprendizaje y afianzamiento estético, en compañía de otras obras realizadas por maestros y colegas. Hay piezas de cuatro generaciones de artistas, una oportunidad excepcional para estudiar la evolución de la escuela valenciana entre 1871 y 1923, año del fallecimiento del artista homenajeado. Entre las piezas destaca la moderna verticalidad de un cuadro que sigue despertando la admiración de los amantes de la pintura de Sorolla, titulado Ramillete de mandarinas, de 1904, donde la naturaleza muerta es expresiva, luminosa y vivaz, obra elegida con acierto como portada de la muestra.