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FUENTE: https://revistadiners.com.co/
Por: Enrique Patiño

Bachué encuentra su prestigioso lugar en la historia del arte latinoamericano

El Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires acaba de comprar la obra cumbre del escultor boyacense Rómulo Rozo, creada un siglo atrás y perdida durante más de 70 años, para darle, por fin, su lugar en el arte de la región.

Toda gran historia tiene un comienzo cotidiano, un desarrollo insólito y un giro inesperado. La de la escultura Bachué, diosa generatriz de los indios chibchas, del artista chiquinquireño Rómulo Rozo, pasó del reconocimiento mundial en París por atreverse a abrir una nueva mirada sobre lo colombiano a generar un movimiento artístico nacional, marcar una época, pasar al olvido, ser señalada, rescatada y, ahora, llegar al Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba).

La historia empieza cuando su creador trabajaba como portero en una exposición de crucifijos organizada por la Escuela de Bellas Artes, en Bogotá, en 1916. Había modelado una escultura pequeña en barro que llamó la atención por su calidad. Un poeta chileno, Dublé Urrutia, embajador de su país en Colombia, decidió invitar al entonces joven de diecisiete años a su embajada y le presentó los vaciados en yeso de esculturas clásicas de la biblioteca diplomática para incentivar su talento. Sorprendido por las capacidades del escultor boyacense, le pidió que le hiciera un busto. Rozo tardó un año en elaborarlo porque, entonces, vivir no le resultaba fácil.

Rozo sostenía a su mamá y a su hermana desde niño como picapedrero y lustrabotas. Además de ser portero, ofició como auxiliar de albañilería en la construcción de la estación de la Sabana, en Bogotá, donde estuvo desde los catorce años (1913) hasta los diecisiete. En su tiempo libre, modeló en greda el busto del poeta, lo vació en yeso, le aplicó pintura de color bronce y lo entregó al mecenas chileno, con la suerte de que el presidente colombiano Marco Fidel Suárez vio la obra y le encargó también un retrato escultórico. A sus dieciocho años, Rozo obtuvo del mandatario una pensión para vivir.

La vida pareció sonreírle de repente. Gracias a una carta del embajador chileno, a Rozo lo aceptaron en el taller del escultor español Antonio Rodríguez del Villar. Terminó aportando figuras a un monumento a Antonio Ricaurte, destruido años después, en 1936. Cuando todo parecía mejorar, Marco Fidel Suárez dejó el cargo, Dublé viajó a Quito y Rozo se enfrentó a la realidad de tantos artistas en Colombia: se quedó sin apoyo, con su descomunal talento desaprovechado. 

La vida da un vuelco

Se postuló a becas, pero no obtuvo ninguna por no tener palancas. Viajó a Barranquilla a trabajar en el puerto y a ganarse la vida, en un viaje que le tomó tres semanas desde Bogotá. Allí hizo obras escultóricas para frailes de diversas órdenes que buscaban renovar su santoral, y trabajó en una fábrica de cerámicas, donde reunió el dinero que necesitaba para cumplir su sueño. Finalmente, Rozo decidió arriesgar lo que tenía ahorrado e irse a España a probar fortuna. Apoyado a la distancia por Dublé, este envió una carta para abrirle las puertas con un conocido suyo, y logró que lo admitieran en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. 

A partir de 1922, y de su incorporación a la academia en 1923 en España, la vida del joven talento cambió. Aprendió de maestros locales, en especial de Félix Granda, así como de colegas del orden de Mateo Inurria y Victorio Macho; incorporó el art déco en su trabajo, se involucró en la dinámica creativa del principio de siglo, bebió de otras vertientes y aprendió a incluir detalles de la orfebrería en sus obras. Comenzó a incluir pequeños círculos, cruces y otros elementos ornamentales, y luego viajó a París. Se le había despertado el hambre de mundo.

En la capital de Francia viviría una explosión arrebatadora de sensibilidad y de experimentación. Justo allí, en París, recordó sus duros orígenes. Mientras descubría el primitivismo, caracterizado en escultura por reproducir formas espontáneas no contaminadas por el academicismo, se acordó de que él había nacido en la cuna del Imperio chibcha, y que la diosa Bachué había sido la creadora del universo, según su cosmogonía, al emerger de las aguas de la laguna de Iguaque. 

Decidió hacerla, pero a su manera. Esculpió una figura de 170 centímetros de alto, en granito, con los pechos desnudos, sin brazos, con dos serpientes entrelazadas en la parte inferior del cuerpo, sostenida sobre el agua, adornada por una guirnalda de peces, que mezclaba las culturas azteca, hindú y chibcha, pero también tomaba elementos egipcios del Louvre y simbología masónica, además de iconografía indígena. 

Nace Bachué

Rozo concibió en París, en 1925, un arte nacional que adoptaba el mestizaje global para abrazar la propia historia. Y eso, por supuesto, era también Colombia. Dos años después, Bachué llegó al pabellón de Colombia en la Exposición Iberoamericana de Sevilla. Varios artistas colombianos admiraron la obra, e incluso decidieron crear el primer grupo artístico y cultural que reivindicaba nuestras raíces y llamarlo Bachué. La obra sufrió un accidente, se partió en dos, la restauraron en París, y de repente, luego de que el artista se radicara en Yucatán (México), se perdió durante más de setenta años. 

Rozo nunca volvió al país, quizás decepcionado por su pasado difícil y agradecido por la acogida que le brindó el país azteca. La reaparición pública de Bachué sucedió en 1997, gracias a una pesquisa que hizo durante años el historiador del arte Álvaro Medina, quien comprendió que Rozo había sido el artista más influyente del arte colombiano, pero casi nadie sabía de su existencia. El también curador se dio a la tarea de encontrar la pieza luego de que 1975 se llevara a cabo la primera exposición de su obra. Durante dieciocho años rastreó sus huellas en París, Sevilla, Yucatán, Cartagena, y finalmente la halló en Barranquilla, en la casa de un coleccionista privado, a pocas cuadras de su propia casa.

Pero su historia no terminaría allí: aún tenía que luchar contra el olvido y la indiferencia.

Hasta 2008, Álvaro Medina buscó encontrarle un espacio en una colección institucional relevante. Estaba decidido a hallarle un espacio destacado, pero no tuvo éxito porque no logró ninguna apreciación positiva. Habló finalmente con José Darío Gutiérrez, fundador del Espacio El Dorado, en Bogotá y este, junto con su esposa, decidió adquirirla.

La lucha contra el olvido

Los dos, conscientes de la importancia que tenía la obra, dieron vida al Proyecto Bachué, que buscaba abrirle un lugar al arte colombiano, tanto del pasado como moderno, por medio de gestiones como el auspicio de investigaciones y las exposiciones de las obras. A la fecha, se han publicado siete libros de investigación, así como dieciséis artículos y ensayos de arte, en homenaje al legado de Rozo. La suya era una tarea titánica: reescribir la historia a partir de la inclusión de lo olvidado.

“Intuitivamente, tuve una atracción de siempre con la obra. Rechazaba los procesos de valoración del arte que se dieron en los años sesenta y setenta, más ligados a darle valor a lo que correspondía a un lenguaje universal. Sentía que no se miraba un punto de partida, sino que se proponían puntos de llegada, lo que llevó a que los artistas modificaran sus propuestas para responder a lo que decía el mercado. Aquellos que tenían preocupaciones existencialistas o artísticas no tenían cabida. Aún hoy sucede así”, explica Gutiérrez. 

La crítica de arte Marta Traba fue determinante en ese momento, porque subvaloró el legado de Rozo y otros creadores. Sin embargo, José Darío Gutiérrez provenía de Medellín, y su cultura valoraba la producción local y las raíces. “Yo echaba de menos que un Pedro Nel Gómez no tuviera mayor reconocimiento, por ejemplo”, agrega. Ramírez Villamizar, Negret o Botero, aunque tenían elementos terrígenos, no ofrecían una experiencia artística desde lo telúrico, como sí fue la propuesta de los artistas Bachué. 

“Ellos entonaban la oración a la madre Bachué: ‘Hemos escuchado la llamada de la tierra’, porque querían entender de dónde venimos para saber a dónde vamos, más allá del ideal estético inducido desde afuera, o del ideal grecorromano que desconocía la profundidad y elegía la satisfacción estética. No es la responsabilidad del artista producir placer, sino preguntar, cuestionar, proponer alternativas. Por eso, la pieza de Rozo es determinante”, agrega Gutiérrez. 

Terminó adquiriendo la obra por la pasión que le despertó a su esposa, con la intención común de darle su lugar merecido. Y avanzó en paralelo en el Proyecto Bachué para buscar que ya no se le diera más la espalda. “Uno es lo que es, y a partir de ahí se construye un ideal como nación”, explica. Pero la decisión nacional seguía siendo ignorar a Bachué y otras obras similares. 

“Somos un país que depende de la mirada externa, que no indaga en su pasado para construir un presente y, por tanto, no tiene futuro; que desconoce su territorio y no valora su origen indígena porque no hace el esfuerzo de reconocer al otro como un igual, sino como víctima de la realidad. El concepto Bachué no es adoptado: es la invitación que nos hicieron Rozo y los intelectuales del proyecto a reflexionar sobre nuestra realidad. Seguimos en la categoría de lo bueno y lo malo, y no de lo que somos como seres nacionales”, concluye el fundador del Espacio El Dorado. 

Lo cierto es que este 2024, el Malba decidió comprar Bachué, en medio de su decisión de ofrecer la mejor muestra artística de la región. En este momento, se exhibe en la Bienal de Venecia y luego irá a Sevilla (España). La organización Malba, presidida por Eduardo Constantini, acaba de encontrarle un lugar permanente luego de no hallar espacio en Colombia, ni en el Banco de la República ni en el Museo Nacional.

Ahora, en Argentina, se exhibirá por fin públicamente como lo que es: una obra trascendental del arte latinoamericano. Un siglo después de creada, ha encontrado quién la abrace y la comprenda como es: local, mestiza, colombiana y diversa. 

Foto: Luis War / Shutterstock

Retrato de Romulo Rozo, París, 1931. Foto de Pierre Choumoff.
Romulo Rozo tallando la Bachué en su atelier de París. Foto de Pierre Choumoff.
Foto de Oscar Monsalve
Malba

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