A veces la vida se convierte en nuestra obra, en un lienzo donde cada instante es un trazo, cada emoción un matiz, cada decisión un color que va definiendo nuestra existencia.
A veces nuestra obra es un espacio para dibujar nuestra vida, un reflejo de lo que sentimos, de lo que anhelamos, de lo que nos atormenta y de lo que nos ilumina.
A veces nuestra vida da origen a la creación, cuando la inspiración brota de lo más profundo del alma, dando forma a lo invisible, dotando de voz a lo que de otro modo quedaría silenciado.
A veces nuestra obra termina con nosotros, como un último suspiro, una despedida plasmada en colores y formas que seguirán vibrando mucho después de que nos hayamos ido.

No sé cuál de todas estas ideas, u otra aún por descubrir, describe mejor el caso de Mark Rothko. Pero lo que es cierto es que su arte trasciende el tiempo, llevando consigo su esencia, su lucha interna, su genialidad. Su obra le sobrevivió, lo inmortalizó, lo elevó a la cima del arte antes y después de su despedida, una despedida que llegó antes de lo que muchos hubiésemos querido.

Rothko no solo pintó, construyó portales a estados emocionales profundos, donde el color no es solo color, sino emoción pura. Su legado sigue ahí, esperando ser contemplado, sentido y vivido por quienes se atreven a sumergirse en su universo.

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