Lucia Wilcox fue una mujer de mundo, una trovadora de la modernidad y una figura puente fundamental entre artistas y estilos internacionales. Su ajetreada vida entre los monumentos bizantinos de Beirut, la esencia bohemia de las calles parisinas y su asentamiento final en East Hampton marcaría el nacimiento y el desarrollo de un estilo ecléctico y propio, heredero de los ismos nacidos en Europa y al mismo tiempo antecesor de la escena artística norteamericana de la segunda mitad del siglo XX.
Debido a la amenaza inminente de una Segunda Guerra Mundial y, gracias al patronazgo de unos ricos mecenas americanos, Wilcox cruzó el océano en 1938 junto al artista Fernand Léger convirtiéndose en una de las primeras artistas surrealistas del continente junto a Max Weber y Gerald Murphy, ya que el verdadero éxodo de vanguardistas europeos y la gran afluencia de surrealistas no se produjo hasta 1941.
Un par de años después de su llegada se unieron a ella artistas como André Bretón, Dorothea Tanning, Max Ernst, Dalí, Leonora Carrington y Matisse, fraguando en East Hampton una burbuja de socialización y un espacio creativo de fiestas y encuentros literarios e intelectuales, en los que tuvo un gran impacto la escena artística neoyorquina. En las reuniones se tejió un diálogo entre los artistas que tenían sus estudios en entornos rurales y los que construían su arte en el corazón de la ciudad, una fusión que culminó en las exposiciones celebradas en la galería de Peggy Guggenheim y también en la de Julien Levy. El artista Mike Solomon admitió lo siguiente: “La razón por la que vinieron los surrealistas fue para pasar tiempo con Lucia, que fue una de las primeras artistas modernas que vivieron en los Hamptons”.
Su producción artística durante estos años encapsula un lenguaje visual empapado en feminidad, desafío y una profunda originalidad, además de reflejar las influencias artísticas de sus años en Beirut y París, así como la proyección de sus encuentros con los artistas exiliados y neoyorquinos. Le dio la vuelta al uso del desnudo femenino como centro erótico de las obras vanguardistas creadas por hombres para convertirlo en un icono de libertad, ensoñación y placer femenino.
Sus pinturas proyectan parajes fantásticos gobernados por el poder y el deseo femenino y la naturaleza, con mujeres seudomitológicas y autogobernadas como protagonistas. Desnudas, flotando, volando, con alas y escamas o mimetizadas con el medio natural, representan figuras etéreas que emergen en una vorágine de líneas, colores y figuración que convergen en el más puro misticismo.
Su forma de habitar el mundo era la de crear, y no sólo volcando sus fantasías sobre el lienzo, sino a través de su existencia en general. Materializó espacios y nuevas narrativas desde su propio hogar, potenció la reinvención del arte en todos los sentidos y jugó un papel primordial en la colisión del surrealismo y el expresionismo abstracto que posteriormente daría lugar a la icónica Escuela de Nueva York con Pollock, de Kooning y Rothko.
Tanto su pintura como sus acciones fueron apreciadas y valoradas en vida, pero a su muerte su nombre pareció esfumarse de la historia del arte reciente. La muestra de la Berry Campbell se ocupa ahora de señalar la relevancia de su obra en la actualidad, y también de consolidar su presencia y su influencia en el arte del siglo XX, restableciéndola como figura clave entre entornos y estilos.
Mediante una exposición que analiza y exhibe su producción artística desde 1943 a 1948, en una fusión de estilos y símbolos, la exposición explora su obra en EEUU y una década después, años en los que la artista se sumergió por completo en la pintura surrealista, estableciendo un precedente en el continente americano y participando de forma activa en su expansión. Esperamos que no sea la única en rescatar su figura y obra.