Continuando con la serie estival sobre las primeras obras conocidas de los maestros de la pintura y la escultura, esta semana nos vamos a fijar en un bodegón ejecutado por Diego Velázquez hacia 1616, cuando apenas contaba con 17 años. Los tres músicos es una pintura realizada en el taller de Francisco Pacheco, maestro del pintor sevillano, quien también sería su suegro.
Lejos quedaba todavía la época de gloria en la corte de Felipe IV como el sublime retratista de la familia del rey. Durante esa época se dedicó al aprendizaje del oficio a base de representar bodegones. A pesar de ser considerado un género supuestamente inferior, sus escenas costumbristas de la cosmopolita ciudad hispalense del siglo XVII ya abordan la cotidianidad que conservó en obras tan destacadas como Las meninas o Las hilanderas.

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Un elaborado bodegón
Los tres músicos es una pintura al óleo sobre lienzo de 90 x 113 cm expuesta en la Pinacoteca de Berlín. Fue pintada por un jovencísimo Diego Velázquez entre 1616 y 1618, cuando no había cumplido todavía los 18 años. En esa época era aprendiz del pintor Pedro Pacheco (que más adelante se convertiría en su suegro) en su Sevilla natal, por entonces la ciudad más rica de España debido al privilegio del monopolio comercial con América. Velázquez hacía sus primeros pinitos en la pintura con escenas cotidianas de esa cosmopolita sociedad. Tres músicos están dispuestos alrededor de una mesa servida con comida y bebida. La composición funciona como una alegoría de los sentidos: oído y tacto de los músicos, gusto y olfato por la comida y la bebida, y la vista, que parece representar el adolescente que nos invita a mirar en el interior de la escena.

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Gesto esquemático
Los Tres músicos podría inscribirse en el género que Francisco Pacheco denominó de «figuras ridículas, con sujetos varios y feos para provocar a risa». Esta definición, lejos de ser peyorativa, define la voluntad de la escuela barroca por el realismo. Velázquez fue un maestro en «la imitación de la naturaleza», por monstruosa o fea que esta fuera.
La proliferación de personajes «que ríen y hacen reír» (en palabras, otra vez, de Pacheco) fue una constante en la obra de Velázquez, siempre tratados con la misma dignidad que nobles y cortesanos. En este caso, los tres músicos son personajes populares, como el cantante, reproducido con una mueca algo grotesca y esquemática, de un talentoso pintor en periodo de formación, sin la profundidad de matices que caracterizará su etapa de consagración.

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Sombras titubeantes
Los tres músicos ya demuestra uno de los principales intereses de Diego Velázquez durante toda su vida, la luz y cómo esta puede moldear los objetos y los espacios. La escena se enmarca en una habitación muy oscura y está iluminada por un potente foco de luz que aparece desde el costado del muchacho y el mono. En estos primeros pasos en el mundo del tenebrismo y el claroscuro (Velázquez todavía no conocía la obra de Caravaggio, pero es seguro que había tenido contacto con alguno de los pintores italianos que pululaban por Sevilla), parece que la recreación de las sombras es algo titubeante, situando unas a un lado y otras, en otro, como las de los objetos sobre la mesa; o las zonas sombreadas de las ropas, reflejadas en un tono toscamente oscurecido del mismo color que estas.

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Niño modelo
El niño del trío musical es la figura más importante de la obra, ya que no solo forma parte de la escena, sino que nos invita a entrar en ella con su mirada directa al espectador y su sonrisa pícara. Es una forma de romper la cuarta pared entre el arte y el espectador, una denominación que acuñó Diderot un siglo más tarde y refiriéndose al teatro, pero que bien puede aplicarse también en la pintura. El muchacho, de aspecto bobalicón y extracción humilde, como reflejan los deslucidos dientes que enseña al reír, bien pudo ser un modelo que aparece en otros de sus cuadros. Jóvenes similares salen en El aguador de Sevilla o Vieja friendo huevos.

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Canto a la futilidad
Velázquez fue siempre un gran aficionado a poblar sus pinturas de símbolos y su maestro, Francisco Pacheco, era un gran teórico de la pintura. Una lectura más profunda invita a pensar en un matiz alegórico en la interpretación de esta obra. La comida y el alcohol no deben verse como parte de un alegre bodegón, sino como una vanitas. El término, que deriva del latón vanus, vacío, pretendía transmitir el mensaje de la vida como algo extremadamente fugaz, que debe encaminarse a preparar el alma para la salvación y que cualquier bien material que se pueda adquirir carece de sentido. Una advertencia de que los placeres mundanos son pasajeros y que abandonarse al deleite de la vida tiene a largo plazo consecuencias nefastas, no solo para el cuerpo, sino para el espíritu.

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El mono
El mono que acompaña al niño sosteniendo una pera subraya el carácter grotesco de la escena. Este animal, típico de compañía por aquel entonces, también mira al espectador y se convierte en un alter ego del muchacho que funciona como un reverso de carácter moral y social. Usado desde la Edad Media como símbolo del pecado de la lujuria y las bajas pasiones, el mono reforzaría el matiz alegórico en la interpretación de esta obra. Su rostro, similar al de un cráneo, haría a las veces de calavera, elemento omnipresente en las vanitas como signo de la inevitabilidad de la muerte.

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Volumen y dibujo
A diferencia de las obras de madurez del pintor, en Los tres músicos el dibujo de los objetos y personales está perfectamente delineado y marcado. La obra refleja los primeros pasos de Velázquez en el oficio de pintor, cuando todavía no dominaba la técnica de siluetear los contornos a través de las pinceladas y el color. Esto provoca que las ropas de los músicos y los objetos dispuestos sobre la mesa tengan una apariencia algo acartonada, como la servilleta sobre el plato. A pesar de todo, la servilleta, el vino, el queso y el cuchillo sirven al joven Velázquez para realizar un estudio de las distintas texturas y dotarlos de un volumen que los acerca a la tridimensionalidad.