Debemos inculcar el arte a nuestros hijos, no para que se conviertan necesariamente en artistas, sino para que mantengan encendida la llama de la sensibilidad por la humanidad.
El arte despierta la empatía, agudiza la percepción y enseña a mirar el mundo con ojos más compasivos. No se trata solo de crear, sino de sentir; no de dominar una técnica, sino de cultivar una conciencia que valore la belleza, la diferencia y la vida misma.

En tiempos donde todo parece volverse mecánico y superficial, el arte actúa como una antorcha que alumbra lo esencial: nuestra humanidad compartida.

Sin embargo, para que el arte cumpla realmente esa función transformadora, debemos también revisar cómo lo enseñamos. A menudo, el sistema educativo impone reglas, limita la exploración y evalúa la creatividad con los mismos criterios que las matemáticas. Debemos permitir que el arte florezca libre de juicios rígidos, fomentando la experimentación, el error y la expresión auténtica. Solo así el arte podrá ser no solo un refugio emocional, sino también una herramienta poderosa para formar ciudadanos más conscientes, empáticos y humanos.

— John Gómez