Cuando el activismo confunde el mensaje: el arte no es el enemigo
En los últimos años, hemos visto cómo ciertos grupos de activistas, en nombre de causas ambientales o sociales, han elegido atacar obras de arte —auténticos patrimonios de la humanidad— como forma de protesta. Lanzar pintura sobre cuadros, pegarse a esculturas o intervenir museos se ha convertido, para algunos, en un símbolo de “resistencia”. Pero en realidad, estas acciones plantean una profunda contradicción: dicen promover la conciencia cultural y la protección del planeta, mientras destruyen expresiones que encarnan la historia, la creatividad y la identidad humana.
El arte no es un adversario. Es el testimonio más puro de nuestra capacidad de imaginar un mundo mejor; el mismo mundo que esos activistas aseguran defender. Atacar obras maestras como las de Van Gogh, Da Vinci o Monet no amplifica el mensaje: lo distorsiona. Lo que debería ser una invitación al diálogo se convierte en un acto de vandalismo que hiere tanto la memoria colectiva como la legitimidad del activismo.
La lucha por el cambio social necesita inteligencia, coherencia y empatía, no gestos que destruyen lo que justamente queremos preservar: la belleza, la cultura y el legado de la humanidad.
Porque, al final, proteger el futuro también significa respetar las huellas del pasado.