Breves anotaciones acerca de la pintura de Kandinsky y de Jawlensky
Fuente: ethic.es
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A finales del siglo XIX, Kandinsky y Jawlensky se conocieron en Múnich. Dedicamos este breve texto a conocer más sobre la obra de estos amigos, vanguardistas y dos de los máximos exponentes de la pintura expresionista.
Uno de los rasgos más distintivos, si no el mayor, de las obras de los grandes creadores, es el delicado equilibrio entre la parte que corresponde a la razón, al intelecto, y la que atañe al mundo del espíritu, incluidos el sentimiento y la emoción. La armonía y la simbiosis entre el contenido y la forma no pueden desligarse del arduo intento de satisfacer a un tiempo la comprensión racional, a través del riguroso análisis de los elementos que constituyen las obras, y de proporcionar deleite y serenidad a las regiones interiores del espíritu, aquellas que vinculan a los hombres con lo que los trasciende, o, sencillamente, con Dios, puesto que estamos hechos a su imagen y semejanza. Pero en las verdaderas obras maestras de la creación artística, lo que probablemente más nos sorprende es la impresión de sencillez y naturalidad que desprenden, su cadencioso fluir levemente rumoroso, el agradable y sosegado desbordamiento de esas aguas cristalinas que va inundando nuestro ser completo, estimulando la inteligencia, pero, sobre todo, provocando una emoción inefable.
Uno de esos creadores eximios es, sin duda, Vasily Kandinsky (1866-1944), un pintor ruso de vocación tardía, pues antes de dedicarse por entero a la pintura, en 1896, que fue cuando se trasladó por vez primera a Munich, ya había adquirido una sólida formación en parcelas muy amplias del conocimiento: la jurisprudencia, la economía política, la antropología, la música, la filosofía y las ciencias físicas. Pero su mente rechazaba el carácter pragmático de la economía y del derecho, así como el positivismo de las ciencias naturales. Lo que de verdad le atraía y le embargaba todo el ánimo eran la metafísica, la mística y el mundo interior del hombre, donde habita el espíritu. Los términos «alma» y «espíritu» son equivalentes en Kandinsky, de igual modo que son a su vez indisociables de la razón. Llegó a poseer un sentido tan equilibradamente emotivo de los colores, una tal predisposición a la lírica geometría de la línea (ambos vehículos de comunicación con el mundo), que sus cuadros se traducen en una perfecta y pura expresión simbólica.
Toda su concepción estética puede resumirse en una sola frase: el artista debe atender a la llamada de la «necesidad interior». Desde el momento en que su búsqueda se presenta ligada a ese «sonido interno», el artista vincula su obra al universo de la subjetividad, en la tradición de la espiritualidad romántica. Pero Kandinsky, en cierto sentido el más abstracto de los pintores contemporáneos, se aleja de los románticos en un punto decisivo: el que los convertía en guardianes del fuego sagrado de la imaginación.
Kandinsky se aleja de los románticos en un punto decisivo: el que los convertía en guardianes del fuego sagrado de la imaginación
Las claves de su teoría estética están en su imprescindible De lo espiritual en el arte (1912), en el ensayo De la cuestión de la forma, del mismo año, y Punto y línea sobre el plano (1928). La realidad solo puede comprenderse a través de la intuición creadora (esto lo acerca al filósofo Henri Bergson). Como el arte debe expresar el espíritu, la pintura no tiene más remedio que desmaterializarse.
Kandinsky aborrece el positivismo, el materialismo, el naturalismo y el colectivismo (esto último, la represión y la asfixia de la política cultural soviética, hizo que abandonase Moscú en 1921). Para él, el cuadro deviene sujeto, esto es, la forma es el contenido, y viceversa. En pintura, el color es el medio más adecuado «para ejercer una influencia directa sobre el alma»: «La armonía de los colores debe basarse únicamente en el principio del contenido adecuado con el alma humana». Cada arte debe expresarse solo con sus propios medios. Consustancial a la música es el tiempo; a la pintura, el color. El arte ni puede ni debe imitar a la naturaleza: «Con el tiempo será posible hablar a través de medios puramente artísticos, será innecesario tomar prestadas formas del mundo externo para el hablar interno».
El contenido crea siempre su forma propia más adecuada. Por eso, para Kandinsky era hasta cierto punto irrelevante el problema de la forma, que tanto había preocupado al escultor Adolf von Hildebrand. El mejor ejemplo de ello es «Le Douanier» Rousseau, un pintor «primitivo» enormemente valorado por Kandinsky y los expresionistas alemanes. En Henri Rousseau, a pesar de su «realismo», se descarta lo externo en beneficio del sentimiento interior del objeto, que es el verdadero contenido. El artista se expresa de manera directa, verdadera, sin estériles problemas formales. Por eso adoraba Kandinsky las tallas religiosas alemanas de madera del gótico tardío, o la pintura popular sobre vidrio de Baviera, o el arte popular ruso. Dado que la síntesis nos constriñe, solo añadiremos que, para Kandinsky, «la verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mística … Un cuadro no es ‘bueno’ porque sea exacto en sus valores … sino porque tiene una vida interior total… Bello es lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello es lo que es interiormente bello».
Por lo que respecta al pintor ruso Alexej von Jawlensky (1864-1941), solo mencionar que había fundado junto con Kandinsky en Munich, en el otoño de 1909, la Nueva Asociación de Artistas (se habían conocido, en esa ciudad, en 1897), siendo también de los primeros, en 1912, en unirse a Der Blaue Reiter («El Jinete Azul»), grupo fundado por Kandinsky y por Franz Marc en esa ciudad bávara en diciembre de 1911.
Sus primeras pinturas de interés las realiza en torno a 1906, cuando es invitado a exponer en la Secesión de Berlín. De 1908 son unos pequeños y deliciosos óleos sobre cartón que denotan la huella de Matisse, con quien había trabajado el año anterior. También lo son los cuadritos que pinta en el pueblecito de Murnau, en Baviera, en 1909, cuando se encontraban asimismo allí Kandinsky y Gabrielle Münter. La primera de sus obras maestras es quizás La muchacha de las peonías (1909), de inigualables armonías cromáticas y con toques de color cortos, anchos y enérgicos. Más sintética en la delimitación de los planos, en el esquematismo geométrico y en las audaces yuxtaposiciones de color es Nube flotante, de 1910.
Jawlensky fue uno de los primeros miembros en unirse a ‘El Jinete Azul’, grupo fundado por Kandinsky y Franz Marc en 1911
Pero como no es nuestra intención rebasar el periodo inmediatamente anterior a la Gran Guerra, debemos enfatizar la extraordinaria serie de cabezas que pinta Jawlensky en 1912-1913. Su soberbio Autorretrato de 1912, aunque no puede evitar las referencias fauves a Henri Matisse y André Derain de 1905, es, sin embargo, netamente expresionista, pues el color traduce los sentimientos íntimos del artista, a pesar de que la monumental y poderosa cabeza, con su cuello como base y casi como simbólica argolla, está construida solo a base de pinceladas de color en diferentes direcciones, lo que tampoco excluye la lección cézanniana. Pero el sentimiento se sobrepone sin fisuras a la fría y analítica construcción racional francesa. Sus cabezas de infantas y de mujeres españolas, unas veces de forma ovalada, otras más redondas, siempre de expresivos, enérgicos e intensos colores, y casi todas ellas de ojos almendrados, narices rectilíneas y bocas de labios carnosos, encuentran quizá su máximo exponente evolutivo en la Sibila de 1913, de posición casi frontal e hierática, esquematizante y decorativa a un tiempo, casi una máscara primitiva negra africana.
Vasily Kandinsky. ‘Jinete (Lírica)’. 1911. © Museum Boijmans Van Beuningen. Rotterdam.
Vasily Kandinsky. ‘Panel para Edwin R. Campbell n.º 2’. 1914. © MoMA
Alexej von Jawlensky. ‘Muchacha con peonías’. 1909. © Von der Heydt Museum de Wuppertal, Alemania.