
Obras gratis! Ese es el principal reclamo de una feria que ha venido para agitar el mercado del arte y explorar otras formas de potenciar el sector cultural. Jennifer Dalton y William Powhida han lanzado un proyecto que podríamos clasificar de extravagante y que consiste en ofrecer obras a coste cero (spoiler, hay letra pequeña). No sabemos hasta cuándo podrán mantener ese “modelo de negocio” pero, de momento, ya llevan dos años dejando boquiabiertos al público neoyorquino y sumando buenos resultados que, aunque no puedan cuantificarse con dinero contante y sonante –porque aquí los billetes brillan por su ausencia–, se valoran en medio millón de dólares.
“Creemos que todos merecen vivir con el arte”, insisten sus promotores, un par de artistas hastiados de las comisiones de las galerías. Bajo esta premisa, lanzaron el verano del año pasado Zero Art Fair , una cita compuesta íntegramente por creadores que se celebró en un granero de Hudson Valley, a las afueras de la Gran Manzana. La ocurrencia podría haber sido un fiasco, pero resulta que fue todo un éxito, probablemente por la novedad y por la peculiaridad del evento. Así que en 2025 no han tenido más remedio que celebrar una segunda edición, del 8 al 12 de julio.
El reclamo del “todo gratis” se ha mantenido, pero ha habido alguna mejora: esta vez, el encuentro se ha acercado a la ciudad, gracias a la sede de la entidad patrocinadora (la Fundación FLAG). Además, se ha ‘profesionalizado’, si tenemos en cuenta que ha contado con el apoyo de Gagosian, Arts Union y Supreme Digital.
El objetivo de esta singular feria es demostrar la enorme riqueza que existe en el sector, por mucho que algunos se empeñen en acotarlo únicamente a las obras únicas y exclusivas con precios desorbitados. “El mercado del arte se basa en el mito de la escasez y una limitación de la oferta muy orquestada, cuando la realidad es que existen infinidad de artistas que producen mucho trabajo, aunque lamentablemente no se venda”, insisten sus organizadores. Por eso se han propuesto conectar todo ese montón de obras almacenadas en los talleres con personas que realmente quieran convivir con ellas, ofreciendo la posibilidad de pedir aquella que más les guste, para llevársela bajo el brazo, sin pagar un duro.
El truco está, por supuesto, en la letra pequeña. Porque esa oferta desinteresada de piezas tiene una coletilla que probablemente sea el quid de la cuestión: “Con condiciones”. ¿Y cuáles son esas condiciones? Para empezar, hay que cumplir una serie de pasos previos como registrarse –ahí ya están dejando unos jugosos datos–. Y es que, para disfrutar de esta cita hay que echar una instancia, porque el acceso es mediante sorteo. “El entorno rural del granero del año pasado era bucólico y realzaba el ambiente utópico de la feria, pero sabíamos que el acceso era muy limitado. Para visitarla era necesario tener coche y conducir durante dos horas”, comentan Dalton y Powhida. “Como este año Zero Art Fair ha sido más accesible, decidimos crear un sistema de entradas con horario limitado para que los visitantes pudieran disfrutar bien de la experiencia”.
Como no son una feria al uso, aquí lo hacen al revés que en las citas habituales: los tres primeros días son de acceso libre, mientras que los dos últimos se reservan para los visitantes que se han registrado previamente y quieren ser beneficiarios de esa donación masiva de obras. Antes, han tenido que responder a un cuestionario sobre sus intenciones que básicamente se traduce en aclarar si tienen intención de convertirse en coleccionistas o solo pasaban por allí, poseen los medios para comprar y podrían ser potenciales clientes, o son ojeadores de galerías y marchantes que trabajan formando colecciones para un tercero. Vamos, una especie de criba para identificar a curiosos y oportunistas, posibles compradores o profesionales del sector; aunque el sorteo de entradas supuestamente prioriza el acceso de quienes necesitan más ayuda.
Otra de las “condiciones” que impone la feria es el cuidado de la pieza que uno se lleva. Porque puede que esta no tenga coste monetario, pero lo cierto es que tampoco sale gratis al 100%. A fin de cuentas, hablamos de una cita hecha por y para artistas, tiene sentido que sean ellos los mayores beneficiados.
En el contrato que ofrece la feria tanto a participantes como a visitantes se puede leer el pacto por escrito al que llegan el “artista” y el “amigo” (ojo al término) que se lleva su obra. Es un papel que documenta la promesa de este último de “cuidar y almacenar la pieza” por un periodo de cinco años. Además, tiene que esforzarse “por mantener un seguro que cubra la pérdida o daños de la misma”. Es decir, que los autores se deshacen de sus creaciones temporalmente y a cambio las tienen aseguradas en casas del vecino. ¡Excelente trato! Sobre todo, porque durante ese periodo, el dueño legítimo –o sea, el artista– puede pedir al “amigo” la obra para que participe en una exposición. Tiene incluso el derecho a venderla a un tercero si surge la oportunidad, aunque el “amigo” siempre tendrá la preferencia de compra ofreciendo el mismo dinero (algo así como un derecho de tanteo).
¿Y qué pasa una vez transcurridos los cinco años del contrato? Si la pieza no ha conseguido captar el interés de nadie más, la propiedad pasa a ser del primero que se llevó la obra. Así, sin más. Es como un anti-leasing de coches: en vez de tener una opción de compra, si pasado el lustro nadie más reclama el cuadro, es tuyo para siempre. Con este modelo, cualquiera puede tomar posesión de una obra de arte sin necesidad de pagarla. Pero de nuevo aquí vienen las “condiciones”. Porque si alguna vez el flamante nuevo dueño se cansase de la pintura o escultura y quisiera venderla, tendría que pagar al artista el 50% de las ganancias obtenidas. Y lo que es mejor, se mantiene una regalía del 10% sobre posibles ventas posteriores (un detalle que solo se le podría haber ocurrido a un artista, claro).
Con estas condiciones, no extraña que en 2025 hayan participado un centenar de artistas que han donado parte de sus trabajos para ofrecerlos al público sin coste. Por supuesto, no se han visto ni Barcelós ni Kusamas, ni siquiera el nombre revelación que acaba de despegar en las subastas; porque la feria huye de los intereses de los inversores para centrarse en los centenares de piezas que día a día se mueren de risa en los estudios de sus creadores.
Puede que este proyecto sea una propuesta revolucionaria y radical con tintes algo utópicos, pero la realidad es que ya ha empezado a dar sus frutos. Durante la última edición celebrada hace unas semanas, Zero Art Fair consiguió transferir 201 piezas a nuevos amigos mediante contrato. Además, hubo siete coleccionistas que compraron –estos sí con dinero– sendas obras a sus dueños. Los organizadores calculan que el total de piezas transferidas el mes pasado superó los 500.000 dólares, así que podemos deducir que el precio medio de estas no supera los 2.500 dólares. Buen inicio para fomentar el reparto de obras y conseguir que los creadores más noveles entren en las casas de la gente.
“El precio no determina el valor”, repiten como un mantra los promotores de la feria, para quienes este evento anual es “un experimento continuo que ayuda a que el arte salga del almacén y forme parte de la vida de las personas”. Bonito slogan. Veremos cuál es el futuro de tan altruista iniciativa.