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Miquel Àngel Herrero-Crotell
Historiador del Arte
¿Qué es el sorollismo?
Este es un término empleado para calificar el estilo personal del pintor valenciano frente a los que lo sitúan dentro de movimientos más generales como el impresionismo o el luminismo.
n ocasiones se ha tildado a Sorolla de impresionista, aunque de manera más generalizada suele incluirse entre los pintores luministas, dentro de la corriente homónima europea. Se trata de movimientos casi coetáneos, aunque el luminismo —originario de Estados Unidos y descendiente del paisajismo inglés— florece algunas décadas antes, pese a que su impacto en Europa acontece en paralelo al impresionismo.
Lo cierto es que ninguno de los dos encasillamientos acaba de ajustarse satisfactoriamente a su obra, que elude caprichosamente cualquier intento de clasificación.
Temáticamente, en cambio, su pintura se alinea en ocasiones con el realismo o, incluso, con el regionalismo, tan en boga en aquellos años. Quizás por esto la historiadora Priscilla Muller proponga el término «sorollismo» como el más justo para definir el estilo de Sorolla, de manera análoga a lo que sucede con otros artistas que, liberados de cualquier corsé estilístico, desarrollan un lenguaje personal, reacio a adscribirse a cualquier tendencia concreta.
Luz y detalles
En un sentido técnico-estilístico, la pintura luminista presuponía un especial interés por la luz como protagonista absoluta en la obra y una cierta atención al detalle, con acabados refinados y pulidos, aunque con el tiempo evoluciona hacia una pincelada algo más suelta. El impresionismo, en cambio, no concede relevancia alguna al detalle, y la luz —descompuesta— reverbera en los objetos sobre los que incide. La pincelada adquiere entonces un énfasis inusitado, tornándose corta, suelta y no fundida; una suerte de unidad cromática autónoma, como acontece con los puntillistas y divisionistas, que construyen sus obras casi como si de mosaicos se tratase.
Así, tanto luministas como impresionistas estaban preocupados por la plasmación plástica de la luz, aunque de una manera distinta: mientras que los primeros solían centrarse en una captación atmosférica de la luz —convertida, en realidad, en el objeto de la representación—, los segundos, mucho más sensoriales, trataban de atrapar el instante efímero del que, obviamente, era copartícipe la luz. Ambos movimientos compartían también determinados preceptos, como el ejercicio de la pintura fuera del estudio (plenairismo) o la preferencia por la temática paisajística, alejada casi siempre de la figuración humana. A Sorolla, en cambio, se le conocen más de 800 retratos, y rara es la obra en la que la figura no está presente.
Impresionismo y color
Pero, más allá de esta consideración, no resulta difícil establecer claras analogías entre ejemplos de impresionismo y muchas de las obras de Sorolla, al menos desde la distancia que concede una cierta perspectiva histórica. La obra pictórica de Sorolla no se explicaría sin los avances que en materia artística, estética y técnica habían llevado a efecto los impresionistas alguna década antes. Paradójicamente, Sorolla los denostaba; los consideraba (como los tilda en una carta a su amigo Pedro Gil) una «plaga de holgazanes», capaces tan solo de «chifladuras».
Sin embargo, las facturas inacabadas, imbuidas de premura; frescas, velocísimas, profundamente sueltas; de pinceladas pastosas y corpóreas, tan propias de los impresionistas, aparecen también en su pintura. Se trata en esencia de un modo de ejecución alejado de los dictados academicistas más estrictos; una maniera técnica en la que el componente expresivo se hace bien patente y se pone al servicio de la plasmación sensorial del momento. En este sentido, cabe afirmar que tanto las obras de Sorolla como las de los impresionistas quedan embebidas de una inevitable subjetividad, una cierta libertad creadora que les permite una representación personal de las cosas, como se perciben, y no como objetivamente son.
Particular importancia tiene en la obra de Sorolla la aplicación de las más modernas teorías del color, a las que al mundo académico no había prestado aún atención. De hecho, los tratados sobre óptica y percepción del color de Chevreul y Blanc (sobre la base de trabajos previos de Newton o Goethe) triunfaban en París. Las leyes de complementariedad y contraste cromático o los diversos fenómenos de la percepción del color, que tanto preocuparon a los impresionistas, son igualmente fundamentales en él.
Buen ejemplo de ello constituye su apreciación y construcción de las sombras mediante colores complementarios al tono predominante de la luz. Cuando esta es fría, las sombras se llenan de matices cálidos; cuando es cálida, en cambio, se tiñen de tonos fríos. Así, por ejemplo, violetas y azules predominan en las zonas en penumbra de las superficies bañadas por una luz amarillenta o anaranjada, como sucede en Nadadores, Jávea (1905). En efecto, en dicha obra el tratamiento de las aguas cristalinas en movimiento y la libre disposición de las pinceladas —amarillentas, verdosas, añiles y malvas—, restregadas agitadamente sobre la tela, evocan sin duda alguna las facturas de los impresionistas. Como en tantos otros estudios sobre el mar, realizados en Xàvea, la síntesis formal, la descomposición cromática y la arriesgada resolución gestual resultan de una modernidad apabullante.
Estilo inconfundible
Parte de la clave del éxito de Sorolla en vida residió en su inconfundible estilo. Supo mantener un perfecto equilibrio entre su vertiente más virtuosa y la más expresiva: ambas se retroalimentaban, complementaban y contrapesaban, hasta el punto de alcanzar similar protagonismo. Esta praxis, integradora de materialidad y gestualidad, constituye uno de los pilares de su éxito.
El período de formación académica cimentó la destreza de Sorolla en sus ojos y en sus manos. La práctica del apunte del natural le hizo «romper mano» y observar analíticamente las formas, interiorizando maneras veloces y elocuentes para representarlas. Aprendió la concisión de un dibujo de trazos justos, casi limitado a marcar direccionalidades y ejes, solucionando las formas con líneas seguras, aunque sensibles; un modo de diseñar rápido, condicionado por una realidad dinámica. Y si importante había resultado su aprendizaje gráfico, no menos lo fue su formación pictórica.
La pincelada de Velázquez y su manera de entonar constituyeron para él una guía fundamental, como lo fue la constante realización de apuntes cromáticos o los estudios de manchas, en los que valoraba a la vez luz, volumen, forma y color y que le obligaban a desarrollar una celeridad inusitada en su ejecución.
Témpera y fotografía
A diferencia de algunos contemporáneos suyos, que empleaban la acuarela como técnica documental para este tipo de apuntes y estudios, Sorolla prefería el gouache o témpera (la acuarela, que se había popularizado en toda Europa en el siglo XIX como técnica auxiliar en la pintura, pese a que se conocía ya desde el Renacimiento, ofrecía una naturaleza más liviana, poco corpórea y muy fluida). Y, aunque se le conocen algunos ejemplares de acuarela, en la mayoría de sus apuntes pictóricos Sorolla utilizó la témpera, de análoga composición a la acuarela e igualmente soluble en agua, pero mucho más pastosa y densa. En cierta medida, las pinceladas del gouache emulaban las que luego ejecutaba con óleo, que a veces también utilizaba en tales bocetos. La témpera le permitía también un secado casi inmediato, la consecución de una textura mate y aterciopelada y un color plano y recortado, necesariamente definido (dada la velocidad de secado y la dificultad manifiesta de realizar fundidos o degradados con este tipo de pintura, perfectamente adaptada a tal fin).
A la construcción de la técnica pictórica de Sorolla contribuyó igualmente su relación con la fotografía, procedimiento todavía incipiente en su tiempo. A diferencia, también, de otros de sus contemporáneos, Sorolla vivió la fotografía de modo activo, usándola ampliamente como base para sus composiciones, como elemento de aprendizaje sobre la incidencia lumínica y sus efectos y como fuente documental para sus pinturas. Hay que recordar, por otra parte, que su suegro, Antonio Peris, reputado fotógrafo valenciano, lo contrató de bien joven para colorear con anilinas y tintes transparentes las fotografías en blanco y negro, que adquirían así una dimensión cromática. Eso debió consolidar el conocimiento académico de la técnica de veladuras que, aunque utilizó solo en contadas ocasiones con la voluntad de conseguir ciertos efectos (como en Desnudo de mujer, 1902), le valió para descubrir la modulación del color a través de la superposición de pigmentos traslúcidos sobre bases grisáceas, de menor saturación cromática. Pero, en general, la suya fue siempre una pintura pastosa, espesa y densa, con pocas concesiones a los acuarelados livianos y al uso de barnices coloreados y veladuras.
Dejar ver el lienzo
En cambio, un recurso que utilizó muchísimo fue el de dejar entrever la imprimación del cuadro en muchos puntos, como si se tratara de un color más. De hecho, las preparaciones de Sorolla son parcialmente responsables de la iluminación de sus pinturas. Solía adquirir siempre lienzos preparados industrialmente, generalmente blanquecinos (el blanco de plomo suele ser su componente mayoritario, aunque también aparecen el litopón, el cinc o la calcita). Usaba a veces imprimaciones grises claras o ligeramente amarillentas.
Frente a la austeridad lumínica de obras pictóricas europeas de los siglos XVI a XIX, realizadas con preparaciones terrosas, rojizas, marrones o pardas (como sucede, por ejemplo, en la mayoría de las escuelas barrocas meridionales), y que adquieren siempre una apariencia sombría, austera y grave, Sorolla prefería un tono claro que empujase los colores fuera del lienzo, que, sin ser completamente blanco, podía ejercer función cromática en algunos puntos, reverberando entre las pinceladas, sin sobresalir en ellas.
Cuando trabajaba con imprimaciones completamente blancas, las velaba con un liviano manchado de aguarrás con algún pigmento que pudiese mitigar tanta blancura. Y es que no hay que olvidar que Sorolla se veía impelido a traducir con un color matérico, opaco y denso el fenómeno óptico del color lumínico.
Cambios en la paleta
A menudo se lamentaba de la pobreza de los pigmentos que usaba frente a la variedad de colores que generaba la luz, pese al abundante abanico de opciones que existía ya en el mercado hacia fines de la centuria. Desde el siglo XV hasta inicios del XIX, la paleta pictórica había acusado escasos cambios, y solo muy eventualmente apareció algún pigmento nuevo, como el azul de Prusia en 1704. Con la llegada de la revolución industrial, los horizontes cromáticos se amplían (en parte por la búsqueda de tintes textiles) y, desde mediados del siglo XIX, la paleta pictórica se alarga notablemente.
La de Sorolla era riquísima, aunque en alguna ocasión confesó a su amigo Pedro Gil que utilizaba solo nueve colores: «Mader carmín (alizarina), mader tostado, cadmium naranja, id. claro, premeron aureolín (amarillo de cobalto), bermellón, verde esmeralda, azul de cobalto y azul ultramar». Sin embargo, a la vista de los análisis químicos, su confesión resulta algo imprecisa y bastante incompleta. Además de los ya mencionados, identificamos en sus obras otros colores como el azul cerúleo, el de Prusia y la azurita; el amarillo de cadmio, el de plomo y el de bario; el ocre y el amarillo de Marte; el verde Viridiana, el verdete de cobre y el de Schweinfurt; el violeta de cobalto y el de manganeso; tierras pardas y sombras; negro de huesos y negro de carbón.
Blanco por antonomasia
Pero si un color destaca en Sorolla es sin duda el blanco. Para conseguir tonos luminosos se servía del albayalde (blanco de plomo), que mezclaba en abundancia con el resto de colores, tal como evidencian las radiografías de sus obras; pero también se sirvió del blanco de cinc, algo menos cubriente e igualmente luminoso. Los blancos son, en realidad, los verdaderos protagonistas de su paleta, pese a que en la epístola aludida ni siquiera los mencione (si bien existen numerosas referencias a los pigmentos blancos en otras cartas).
En la pintura al óleo, el proceso creador partía del dibujo, a lápiz o carboncillo en las primeras obras, o con pincel y una tintura liviana, como evidencian ciertas fotografías infrarrojas. Sin embargo, las más de las veces ejecutaba directamente un manchado alla prima encajando los trazos fundamentales de la composición. Después solía utilizar mezclas de colores desleídos en aguarrás, con los que cubría la totalidad del lienzo ubicando las principales luces y sombras. Finalmente, ya con pinceladas cargadas de pasta pictórica, iba construyendo los volúmenes y formas, modelando los efectos de la luz en las superficies. A menudo lo hacía con pinceles y brochas de mango largo, que acentuaban más, si cabe, la expresividad y el movimiento de cada gesto y que permitían también observar la composición a cierta distancia.
Eran aquellas unas facturas rotundas, seguras y concisas unas veces, y sueltas y gestuales, otras; unas hechuras que imbuían de verdad y cordura sus lienzos y que, con la certeza tangible de la propia materia pictórica, definían la visión subjetiva del momento efímero. Pinceladas pastosas con las que describía una realidad voluble, viva y mutable, modelada por una luz cambiante, descrita en manchas restregadas y empastes, con los que articulaba una pintura decididamente sensorial.
Bajo el toldo, playa de Zarauz (1910). Los blancos protagonizan el retrato de la familia del pintor. Foto: AGE.
Joaquín Sorolla. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.
Niños bañándose. Sol en Skagen (1892), Peder Severin Krøyer. Foto: Album.
Paseo a orillas del mar (1909). Clotilde y María caminan al atardecer por la playa de Valencia en una de las obras más famosas de Sorolla. Foto: ASC.